MORIR A LOS 27. Y PARA QUÉ

MORIR A LOS 27. Y PARA QUÉ

Hay veces que la muerte puede resultar sumamente interesante. No para el que se ve directamente afectado por ella, claro. A ese ya poco le importa. Pero siempre hay quien parece encontrar cierta fascinación en la historia de determinadas figuras de prestigio que han dado un paso hacia el más allá tras haberse servido una vida repleta de comportamientos autodestructivos.

Cómo convertirse en leyenda

En 1969, Brian Jones apareció muerto en su piscina y la autopsia determinó que no podía dilucidarse nada extraño más allá de algunas anomalías funcionales en corazón e hígado. Algo había pasado y el ex-guitarrista de The Rolling Stones se había ahogado irremediablemente, pero ahí no había huellas de sobredosis ni de otros excesos recientes. Sin embargo, pronto comenzaron a germinar toda clase de teorías que incluso especularon con asesinatos a manos de miembros de su entorno directo. Sea por lo que sea, mucha gente no quedó conforme con la posibilidad de que alguien joven y perteneciente a la élite kamikaze del rock pudiese morir de manera tan poco escabrosa. Tenía 27 años.

Brian Jones Morir a los 27

Es innegable que el modo de vida de determinados personajes públicos convierte a su figura en un tótem de atracción especialmente morbosa. Las leyendas tienen mucho más sabor si vienen condimentadas con un consumo masivo de drogas y alcohol, comportamientos violentos o actitudes erráticas, ofensivas o provocadoras. De eso no cabe ninguna duda. Si además, el interfecto es un músico excelente o un actor de los que dejan huella, el mito se vuelve todavía más jugoso.

A Jimi Hendrix lo encontraron inconsciente durante la mañana del 18 de septiembre de 1970. Pocas horas después moría en el hospital Sant Mary Abbot, en Londres. La causa fue asfixia con su propio vómito tras una ingesta de barbitúricos. Pocos meses después fue el turno de Janis Joplin, que disfrutó de su última dosis de heroína en la noche del 4 de octubre. En menos de un año, el mundo del rock había perdido a dos de sus puntales más prometedores. Tres si contamos a Brian Jones. El cuarto fue Jim Morrison, víctima de un infarto que lo dejó postrado en la bañera de su piso parisino. Todos ellos tenían en común cierta tendencia al exceso y a dejarse llevar sin mesura por la embriaguez en sus diferentes manifestaciones. Eso y tener 27 años en el momento de su muerte.

Pocas cosas inflaman las leyendas de manera más efectiva que las conspiraciones y las casualidades encontradas. Cuatro roqueros con tendencias alcohólicas y drogadictas muertos a la misma edad en un espacio de dos años (el primero y el cuarto, además, el mismo día) llaman suficientemente la atención como para no hilar en torno a ellos un argumento digno de la mejor película de espionaje. Ningún caso quedó exento de lagunas que enseguida se rellenaron con ideas sobre homicidios y manos negras que manejan hilos. Algunos no tardaron en percatarse de que, años atrás, Robert Johnson también había dejado de tocar la guitarra a los 27 años. Sobre este, además, revoloteaba la posibilidad de un envenenamiento a manos de un marido celoso y un intercambio de alma por destreza interpretativa con el mismísimo Satanás. Casi nada. Por si fuera poco, en 1994 Kurt Cobain se disparó en la cabeza y, diecisiete años después, Amy Winehouse sufrió la intoxicación etílica definitiva. Podríamos indicar la edad que tenían ambos, pero supongo que ya lo sabemos todos.

Jimi Hendrix

Un club para gente muy selecta al que pocos querrían pertenecer

El Club de los 27 es una de las agrupaciones más fatalistas y célebres de la historia musical contemporánea. En esencia está formado por más de cincuenta personalidades de diferentes disciplinas artísticas, pero si nos ceñimos a su versión más purista, a partir de la que se gestó, sus integrantes principales serían Robert Johnson, Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Curt Cobain y Amy Winehouse. Sobre todos ellos, como decíamos, se ha extendido un denso velo de mitificación que en ocasiones ha eclipsado a sus cualidades como compositores e intérpretes. Esta veneración del mártir del rock puede rastrearse con facilidad a través de una inmensa cantidad de material destinado a explicar con pelos y señales sus últimas horas de vida o las anécdotas más escabrosas de los escasos años que estos artistas ocuparon en el plano de lo terrenal. Su figura, al menos la de cuatro de ellos, se ha convertido también en una inspiración inagotable para toda clase de merchandising. Y todo eso está muy bien, claro, si no fuese por esa amarga sospecha de que en muchas ocasiones resultan más atractivos sus demonios que sus virtudes, de que su valor como creadores e intérpretes ha sido superado por el simbolismo de su figura y por todo ese destilado de anécdotas de resaca y muerte.

El culto a la tragedia en el rock ha llevado a cubrir el espacio vacío de mucho tiempo libre con ideas surrealistas sobre acontecimientos funestos. Hace ya muchos años, antes incluso de la democratización de internet, tuve el placer de leer un libro sobre el satanismo en la música popular que era pura melaza para este tipo de interpretaciones. La editorial pertenecía a una institución de clara orientación religiosa y en él se afirmaban cosas como que Bon Scott había sido encontrado muerto no solo ahogado en su propio vómito sino, además, empalado con una guitarra. No recuerdo ni el nombre del libro ni el autor, solo sé que lo encontré en la biblioteca pública de mi ciudad. Sobre el Club de los 27 también se han defendido toda clase de marcianadas, desde una conexión astral que explicaría el destino común de todos sus integrantes hasta que el trazo de sus vidas estaba dibujado de antemano por órdenes secretas como la de los Illuminati. La muerte, sin duda, nos es muy atractiva cuando le sucede a alguien que ha dejado huella en vida.

Tarde o temprano, todos terminamos criando malvas. Pero generalmente lo hacemos de manera discreta, sin recurrir a una explosión de popularidad y provocación. La mayoría no estamos destinados a convertirnos en la imagen de una camiseta y tal vez por eso nos atraiga tanto la conducta de este tipo de músicos. Quizás sea por eso que tornamos sus figuras en leyendas que trascienden lo meramente artístico.

Jim Morrison

Morir a los 27, o en busca de la edad maldita

En 2011, el British Medical Journal publicó un estudio científico que demostraba que la edad de 27 años no era la más peligrosa para los músicos. Más allá de lo relevante o no de esta investigación, se llegó a la conclusión de que era mucho más adelante cuando un roquero famoso tiene más posibilidades de visitar el otro barrio. Resulta que sí existe una edad maldita en el rock, pero para alcanzarla hay que entrar primero en la cincuentena. Vaya ducha de agua desmitificadora. Entonces, ¿qué pasa con la maldición del famoso club? Pues nada, que simplemente se trata de una serie de coincidencias e interpretaciones ajustadas que pretenden dar empaque al apetito de morbo de varias generaciones de buscadores de misterios. Si muchos de nuestros intérpretes favoritos han fallecido jóvenes y en retorcidas circunstancias puede deberse a un estilo de vida proclive a la autodestrucción que, a grandes rasgos, siempre ha sido muy común en la figura de las rockstars. Gram Parsons, Hank Williams o John Bonham también agotaron su tiempo a los 26, 29 y 32 años respectivamente. Los tres envueltos en historias de licor y sustancias psicotrópicas. Y ahí está el caso de Sid Vicious y su prematuro fallecimiento por sobredosis a los 21 años tras un corto periplo vital dedicado a cimentar con fuerza los mejores y peores estereotipos del punk. Aquí, desde luego, se llevó a rajatabla esa idea de vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver.

Y el problema, una vez más, no es tanto que la gente muera como que ese acontecimiento llegue a eclipsar todo su legado. Salvo en los casos de suicidio, todos los episodios de deceso pueden ser considerados accidentes. Por mucho que tu organismo esté repleto de ponzoña, nunca piensas que esa jeringuilla puede ser la última o que no va a haber más vasos de ron en tus manos. Otra cosa es que entre lo cotidiano se amontonen arrebatos de desorden y experiencias cercanas a la tumba; ahí ya entra en juego la probabilidad como factor irremediable que puede conducir a cualquiera hacia el camposanto antes de lo esperado. Y como de estadística se trata, siempre hay quien se salta la norma y camina hacia el horizonte fomentando el mismo tipo de leyendas, pero en vida. Shane MacGowan, por ejemplo, continúa siendo parte del mobiliario de muchas tabernas mientras que otros ya fallecidos como Lemmy Kilminster construyeron una sólida carrera musical al mismo tiempo que dejaron crecer a su alrededor toda suerte de leyendas y bromas sobre su capacidad de supervivencia contra todo pronóstico.

Morir joven, por supuesto, no siempre es sinónimo de una vida disoluta. Nadie puede culpar a Cliff Burton, Ronnie Van Zant, Marc Bolan, Ritchie Valens o Buddy Holly por extinguirse de manera prematura a bordo de vehículos que ni siquiera pilotaban ellos mismos. Aun así, incluso en estos casos las fábulas encuentran terrenos fértiles donde florecer y los siniestros alcanzan cotas de atención que, en ocasiones, llegan a eclipsar la labor interpretativa de los afectados.

Ammy Winehouse Morir a los 27

Siempre es una pena lo de morir joven

El caso, por ir concluyendo, es que la muerte llama la atención y en muchas ocasiones contribuye a crear mitos y leyendas capaces de superar a sus propios protagonistas. Que la vida le sea arrebatada de forma abrupta a alguien talentoso siempre es una noticia amarga para todos los que aprecian su trabajo porque, entre otras cosas, significa que nunca más se va a poder disfrutar de su arte bajo el concepto de novedad o en la inmediatez de un escenario. A veces resulta inevitable reverenciar a nuestros ídolos más allá de los límites de la sensatez, pero es triste ver cómo muchos trascienden su calidad de artistas geniales para establecerse bajo la forma preeminente de símbolos. Esto, a la larga, solo lleva a una sobreexplotación que siempre se antoja innecesaria; a vender camisetas y bolsas de tela, a masterizar toda clase de grabaciones en directo y a recuperar composiciones nunca editadas que si en su día no se publicaron, también sería por algo.

Jimi Hendrix solamente pudo grabar tres trabajos en estudio y uno en vivo. Lo más probable es que Nirvana se hubiese terminado por disolver, pero tristemente nunca sabremos que derroteros artísticos hubiese tomado Curt Kobain. Muchos soñamos con haber podido disfrutar de The Doors o Led Zeppelin en directo y con su formación al completo; aunque sus integrantes peinasen canas o estuviesen calvos y gordos. En lugar de eso, tenemos libros, documentales, discos de rarezas y un sinfín de interpretaciones de la misma historia contada desde la fascinación y el morbo. Y camisetas, claro. No sé si este es el sentir mayoritario, pero yo prefiero que la gente a la que admiro continúe viva. Me gusta saber que siguen componiendo nuevo material, aunque no siempre sea de nuestro gusto, o leer la noticia de que se preparan para acometer una nueva gira. Incluso que se han retirado y ahora viven al margen del mundanal ruido del negocio. Como bien dejó escrito Bruce Springsteen en su biografía, “dejar el mundo en un fogonazo de gloria es una chorrada”. En la misma línea, aunque un tanto más sarcástica, César Strawberry cantaba “solo vive deprisa y se muere joven el que es medio bobo y no toma ciripolen”. Ahí queda como colofón.

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6 comentarios en «MORIR A LOS 27. Y PARA QUÉ»

    • Gracias, Nuria. Una pena de lista, sí. Pero mientras siga habiendo quien vea estas cosas con veneración…

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