EL CHITLIN CIRCUIT. HACER DE TRIPAS CORAZÓN
Imagínese usted que por lo que sea, por calzar un 42 o por haber nacido en Zamora, no se le permite hacer algo tan banal como ir al gimnasio. Tampoco es que lo tenga prohibido expresamente, pero todos los elementos posibles se alinean para que así sea; se le aplica un precio de matrícula absurdamente elevado o el derecho de admisión parece un traje hecho a su medida, cualquier excusa viene al pelo. Pero claro, usted quiere ejercitar esos bíceps y, a ser posible, hacerlo en un entorno adecuado a tal objetivo. Así que comienza a contactar con otras personas en su misma situación y, poco a poco, entre todos insuflan vida a una especie de cadena de locales donde cualquiera que tenga la suerte de ser zamorano o cuyo pie cumpla con determinados parámetros puede tonificar su cuerpo libremente, aunque solo en compañía de sus semejantes. Parece un planteamiento surrealista, ¿verdad? Pues esta era, a grandes rasgos la razón de ser del chitlin circuit.
Rebobinamos unos cuantos años atrás
En 1865 finaliza la guerra de Secesión norteamericana, y con ella queda oficialmente abolida la esclavitud. La población afrodescendiente del país comienza a dar discretos pasos hacia su integración total en el marco constitucional. Estos pasos se orientan a la obtención de la ciudadanía, a poder beneficiarse de una amplia y novedosa colección de derechos civiles o a la posibilidad de participar libremente en el proceso democrático de elección de sus representantes políticos.
Como decíamos, la guerra ha terminado, la esclavitud se ha volatilizado y los afroamericanos se han convertidos en ciudadanos de plena garantía. Esta es la teoría. Pero la práctica se ajustaba a la máxima “separados pero iguales”, una frase que resumía a la perfección un nuevo conjunto de medidas legales que dictaban a los negros cómo, dónde y cuándo podían ejercer su libertad en determinados estados de la nación. Se trata, por supuesto, de la segregación racial. Baños públicos separados según el color de la piel, acceso a cines y teatros por la puerta trasera, escuelas solo para blancos, cementerios solo para negros; la vida en muchas áreas de Estados Unidos pasa a estar marcada por un fino velo que atiende exclusivamente a la tonalidad del rostro humano.
Esta situación se prolongó bien entrada la segunda mitad del siglo XX, por lo que no es difícil imaginar hasta qué punto la segregación alcanzó con naturalidad todos los estratos del día a día en Norteamérica. Desde beber agua en una fuente hasta estudiar en la universidad, desde ir a la iglesia hasta sentarse en un autobús, desde conseguir mesa en un restaurante hasta poder actuar en un club.
Nacer de la necesidad. El origen del chitlin circuit
Y es así como alcanzamos los años veinte del siglo pasado, una década en la que la población negra continúa apartada del circuito escénico debido a las razones que ya todos conocemos de sobra. Existen, sin embargo, instituciones que velan porque todos los ciudadanos del país tengan la posibilidad de subir a un tablado. Una de ellas, casi la principal, es el Theatre Owners Booking Association, que representó al circuito de vodevil afroamericano hasta que la Gran Depresión se la llevó por delante dejando a la escena prácticamente en pañales.
Nuevo salto en el tiempo. Años treinta. Indianápolis. Los hermanos Sea y Denver Darious Ferguson deciden revitalizar la vida cultural local creando un circuito escénico que atraiga hasta la ciudad a los principales artistas negros del momento. Así, fundan la agencia de contratación Ferguson Brothers y en poco tiempo queda establecida una miríada de locales que sirven como centros de libre expresión para músicos, actores y toda clase de artistas e intelectuales afroamericanos. Con el paso del tiempo, la cantidad de escenarios supera la treintena y se extienda por ciudades como Atlanta, Chicago, Austin, Nueva York, Detroit, Washington o Philadelphia. Esta ruidosa red es el germen de lo que más tarde pasó a llamarse chitlin circuit.
Desde sus inicios, el chitlin circuit fue visto como un refugio frente a la segregación, un conjunto de lugares de tolerancia y aceptación donde el color más desfavorecido de la población norteamericana podía liberar sin tapujos sus ansias de expresión artística. Piensa en un gran artista negro y estadounidense que haya triunfado durante los tres primeros cuartos del siglo XX, cualquiera. Pues bien, lo más probable es que su carrera despegase y se consolidase bajo el amparo del chitlin circuit. Duke Ellington, James Brown, Screamin’ Jay Hawkins, BB King, Nina Simone, Ray Charles, Aretha Franklin, George Benson, The Supremes, Ike & Tina Turner, Otis Redding, Sam Cooke, Count Basie, Wilson Pickett… Así podríamos continuar hasta rellenar un par de pergaminos por ambas caras, y todos los ejemplos serían hijos de este circuito de locales. Es más, durante años se elevó una ley no escrita que dictaba que si alguien quería triunfar plenamente, antes debía salir a hombros de cuatro escenarios que, en su conjunto, recibían el nombre de Litchman Chain. Estos eran el Regal, de Chicago; el Apollo, en Harlem; el Uptown, de Philadelphia; y el Howard, que se encontraba en Washington.
Suelos de arena, bebida barata y música en directo
Sin embargo, no todo eran grandes salas y lujos al más puro estilo del Cotton Club. El chitlin circuit se expandió a la velocidad del rayo y cualquier oportunidad era buena para convertir un destartalado espacio en un hornillo de actividad cultural. De esta manera, los locales más demandados y populares compartían su esencia con una enorme red de bares, garitos y tabernas de mal augurio donde los afroamericanos podían congregarse para beber, charlar, discutir, bailar, apostar, escuchar música y hacer cualquier cosa que reptase al amparo de la noche. Estos se multiplicaban como champiñones en cualquier parte de sur, el este y el medio oeste de Estados Unidos; en pueblos y ciudades, cruces de caminos o polvorientas carreras comarcales.
De entre todos estos locales de rango menor destacaban los llamados juke joints, los más cutres y probablemente más divertidos de todos ellos. Estos espacios solían ser cabañas de madera que se ubicaban a las afueras de la población; no era extraño que el suelo fuese de tierra y en ellos se servían bebidas baratas para regocijo de una animada masa de bailarines negros que encontraban ahí su particular Olimpo del desenfreno y la desconexión. Por supuesto, la música en directo era una parte fundamental de todos ellos; desde bandas de jazz hasta conjuntos de swing, grupos de blues o, más adelante, intérpretes de ese nuevo estilo que se llamaría rock & roll. Seguro que los has visto en más de una película.
Un poco de etimología
Contra todo pronóstico, el nombre del chitlin circuit no tiene su origen en ninguna justificación de orden musical y hay que buscar sus raíces en la gastronomía. Concretamente entre los recetarios de la soul food, término que abarca el compendio de platos tradicionales de la cultura afroamericana en el sur de Estados Unidos, especialmente en aquellos territorios de impronta confederada. Se trata de una cocina pobre, humilde, contundente y propia de aquellos que disponen de más bien pocos recursos y deben recurrir a alimentarse, por ejemplo, a base de guisos de intestinos y tripas de cerdo, una especialidad bautizada como chitterlings que es, además, el verdadero origen del nombre de este circuito donde se hornearon a fuego lento algunos de los mejores talentos musicales de la América del siglo XX.
Sin embargo, el chitlin circuit nace y crece sin que nadie se refiera a él de esta manera, al menos oficialmente. Ante la falta de evidencias, es de suponer que en algún momento de su andadura vital alguien sintiese un ramalazo de inspiración y lo apodase así, por la razón que fuese. El término comenzaría a flotar entre el imaginario colectivo hasta verse lo suficientemente reforzado como para definir a la escena en su conjunto.
Ocaso y renacimiento del chitlin circuit
Con el paso de los años, la segregación fue perdiendo fuerza frente al sentido común y estos locales para artistas negros comenzaron a experimentar la popularidad mientras muchos de sus principales actores alcanzaban cotas de éxito que ya los dibujaban como grandes e incuestionables estrellas internacionales. Estos nuevos ídolos ocuparon su lugar en los medios de comunicación masivos desencadenando una mayor visualización que, a su vez, generalizó la curiosidad hacia estos círculos artísticos que paradójicamente debían su existencia al rechazo social. Se dice que la primera vez que las palabras chitling y circuit aparecieron impresas una junto a la otra fue en 1972, entre las páginas del periódico afroamericano The Chicago Defender, concretamente en una entrevista a Ike & Tina Turner. A partir de entonces, todo fue cuesta arriba, con escaleras mecánicas.
Por supuesto, el chitlin circuit nunca desapareció y hoy en día continúa activo, aunque su esencia y su razón de ser ya no es la misma. Unas cuantas de las grandes salas del pasado siglo se volatilizaron de manera irremediable mientras nuevos locales germinaron fruto de la creciente fama del circuito y de una exponencial mercantilización que, de manera lógica y previsible, terminó por envolver toda esta historia. Sin embargo, algo de su esencia queda ente bambalinas y un gran número de los escenarios que todavía se adscriben a este ambiente continúan considerándose como un reducto de la cultura afroamericana y, especialmente, un recuerdo vivo de muchos episodios que nunca deberían ser olvidados.
Imágenes de The Library of the Congress, Bill Strain y Thomas Hawk.
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