
MURDER BALLADS. TODA LA SANGRE DE NICK CAVE
Cerca de setenta muertes. La mayoría de ellas causadas por el esfuerzo de una bala abriéndose paso a través de la carne, pero también por objetos punzantes que horadan órganos vitales, rocas que impactan contra cráneos humanos e incluso pesados ceniceros que dividen cabezas ajenas en partes de similar envergadura. Algunas suceden en viviendas apartadas de la civilización y otras entre el follaje de románticos bosques donde brotan las rosas salvajes; también hay matanzas en bares o en pueblecitos que la leyenda negra se encargará de ubicar en el mapa. La sangre, por supuesto, brota con alegría entre sollozos, súplicas y apasionados actos de fuerza irremediable. Sin embargo, en el centro de toda clase de episodios macabros encontramos arrebatos luminosos de belleza y alegría. Porque esto, a grandes rasgos, es lo que nos ofrece Murder ballads, el noveno disco de Nick Cave & the Bad Seeds.
El embrión de todo son dos canciones compuestas entre 1992 y 1994. Se trata de Song of Joy y O’Malley’s bar, temas dotados de una narrativa que no cuajaba con ninguno de los discos que Nick Cave tenía en mente por aquel entonces. Tras el éxito de Let love in, el músico busca romper con su línea conceptual y plantea algo donde poder encajar ese par de tonadas que ya empezaban a acumular capas de polvo. Ente todas las ideas que pudieron surgir, la de la muerte como eje rotor tomó mayor fuerza.

Lo cierto es que Cave ya estaba acostumbrado a las narrativas oscuras e inquietantes. Con el paso de los años se había fraguado una firme reputación como poeta maldito y artista de carácter siniestro gracias a su mitología de monstruos de feria y personajes atormentados que vagan por la cara más oscura del amor, el sexo y las relaciones humanas. Pero lo que aquí se planteó fue un disco donde la figura del asesino se volviese omnipresente, un escenario que estaría llamado a revitalizar el tradicional género de las murder ballads.
Cantar a la muerte
Se tiende a afirmar que este tipo de canciones fueron muy comunes en tierras escocesas, irlandesas y escandinavas, sobre todo a partir del siglo XVII. Primordialmente tomaban diferentes nombres como gallow ballads y su transmisión era oral, por lo que no resultaba extraña la aparición de diferentes versiones de una misma composición. El lenguaje era llano y sencillo, adaptado al pueblo, y en ellas se narraban crímenes que afectaban a las buenas gentes del lugar; la hija del molinero o el honesto marido de una joven dama. A menudo, estas finalizaban con la captura y ajusticiamiento del culpable, y si la historia adquiría visos de estar basada en hechos reales, todo cobraba mayor interés por parte de los oyentes.
El caso es que esta tradición cantarina llegó hasta América en la bodega de barcos que aliviaban la densidad de población del viejo continente. Fue allí, en el nuevo mundo, donde se acuñó el término murder ballads después de que fuesen acogidas por toda suerte de cantautores folk y country que adaptaron los relatos a la realidad del profundo sur estadounidense. Nada aviva más el interés del público que una buena dosis de tiros por la espalda, así que el género terminó por hacerse muy popular. Pero, como manda la ecuación del progreso, su fama fue tendiendo a cero con el paso de los años, diluyéndose entre nuevos paradigmas mentales.

En 1996 aparece Murder ballads y todo cambia. Al menos durante un tiempo. Para la concepción de este disco, Cave compone siete nuevas canciones, reescribe dos temas tradicionales y versiona a Bob Dylan. Además, se deja acompañar por varios cantantes de primer nivel y por un conjunto de músicos que complementan la labor de sus Bad Seeds. Es aquí donde aparece por primera vez el nombre de Warren Ellis, el multi-instrumentista que estaría llamado a ser la mano derecha del capitán del barco durante buena parte de los años venideros.
Revitalizar las murder ballads
En Murders ballads salta a escena el Nick Cave más efectista. Todo el material está impregnado de un evidente sentido de lo teatral que acentúa cada narración hasta el punto de lograr un cúmulo de historias independientes perfectamente hilvanadas, cargadas de dramatismo y con un magnífico sentido de la ficción. Aquí, la música se transmuta en una ambientación omnipresente que siempre actúa al servicio del relato. El viento sopla, los coros sollozan, la voz interpreta diferentes personajes, el golpeteo del piano subraya cada línea y las guitarras suenan como afilados cuchillos bañados en densos fluidos colorados. Las partituras están concebidas para crear la atmósfera apropiada a cada momento dejando así la exhibición (que no el virtuosismo) en un casi permanente segundo plano.
Este es un disco hecho de historias, de crónicas que no tienen prisa por alcanzar el clímax; los personajes se presentan, en ocasiones en primera persona, y dejan que todo fluya de manera natural hacia el irremediable desenlace. “Tenga piedad de mí, señor. Me permito implorarle. No tengo donde quedarme y mis huesos están helados. Le contaré una historia sobre un hombre y su familia, y le juro que es cierta”; así comienza todo, con un Nick Cave que se disfraza de cuentacuentos clásico para narrar el brutal asesinato de la mujer y los tres hijos del protagonista de Song of Joy. Las muertes se suceden sin dejar espacio entre sí. En ocasiones están dotadas de cierta belleza macabra, pero también pueden ser simplemente brutales e incluso divertidas. De los llantos en The kindness of strangers pasamos al vitalismo de Lottie, la alegre niña que tiene muy claro que todos tenemos que morir. Crow Jane se carga a veinte y en el bar de O’Malley no queda títere con cabeza.
Nuevas versiones de viejos clásicos
En Murder ballads, Nick Cave se lanza a reinterpretar dos clásicos del género. El primero es Stagger Lee, basada en una canción popular de principios del siglo XX que narraba la muerte de Billy Lions a manos de Lee Shelton, también conocido como Stagolee, Stack-O-Lee o Stagger Lee. Con el paso de las décadas, la composición original ha sufrido diferentes variaciones y ha sido interpretada por una buena caterva de músicos; desde Lloyd Price a James Brown pasando por Ike & Tina Turner o Taj Mahal. Sin embargo, la versión que encontramos aquí no tiene nada que ver con la original, al menos en lo narrativo, y cuenta un nuevo episodio en la vida del protagonista que podría formar parte de un capítulo de Sin city, de uno especialmente sórdido que se desarrollase en un antro llamado El Cubo de Sangre.
La segunda adaptación ofrece una ambientación diametralmente opuesta a la anterior y presenta la primera colaboración del disco: P.J. Harvey. Se trata de Henry Lee, una adaptación libre de la tonadilla escocesa Young hunting en la que Cave y Harvey establecen un diálogo que solo concluye cuando la segunda apuñala al primero antes de arrojar su cuerpo inerte al fondo de un pozo de más de cien pies de profundidad.
Asesinato en MTV
Murder ballads tuvo un inesperado gran éxito. No solo por parte de la crítica, también el público general lo acogió con calidez debido, principalmente, a que MTV emitió prácticamente en bucle el vídeo musical de Were the wild roses grow. Esta fue una de las canciones estrella por varias razones. En primer lugar, porque es muy buena; pero también porque quien acompaña a Nick Cave es ni más ni menos que Kylie Minogue. Aquí es la australiana quien termina tendida en la orilla de un río, con una rosa entre los dientes y el acomodo de una roca en su cráneo. Ya se sabe, “toda belleza debe morir”. El vídeo musical está plagado de una estética pretenciosamente romántica que en ocasiones recuerda a la Ofelia de Millais. Y eso, parece ser, gustó lo suficiente como para que MTV nominase a Cave como Mejor Artista Masculino del año. Sin embargo, el cantante forzó la retirada del nombramiento para evitar que el disco se hiciese más popular de lo habitual entre determinados círculos de potenciales compradores que quedasen decepcionados al descubrir que el resto de las canciones no caminaban en la misma línea que esta.
Murder ballads, un cierre coral
Todo esto se clausura con una canción firmada por Bob Dylan y en la que nadie parte hacia el otro barrio. Death is not the end construye así un final paradójico y positivista donde Cave canta junto a P.J. Harvey, Shane MacGowan, Kylie Minogue, Thomas Wylder, Anite Lane y Blixa Bargeld. Y, como decíamos, este es el único momento del disco que permanece libre de fiambres, aunque sea a base de consejos como “cuando las ciudades estén en llamas con la carne calcinada de los hombres, solo recuerda que la muerte no es el final”.
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