DE MODS Y ROCKERS. LA REALIDAD DE LA BATALLA DE BRIGHTON
Quizás sea cuestión de perspectiva, pero da la sensación de que con el paso de las décadas las tribus urbanas se han ido transformando progresivamente en algo menos evidente. Y no es que durante los años mozos yo fuese un colorido paradigma social de nada en concreto. Qué va. Pero al menos se me podía adscribir sin demasiada dificultad a ciertos modelos greñudos con cierta tendencia al doble pedal y el calimocho servido en jarras. Entonces existía una serie de códigos elementales que facilitaban determinados aspectos de la vida cotidiana a aquellos capaces de descifrarlos. Si vestías de tal manera debías tener cuidado con los que se envolvían en cierta clase de cazadoras y gozaban de más bien poco pelo. Si escuchabas un tipo concreto de música podías confraternizar, aunque no demasiado, con los oyentes de según qué otros estilos afines y, al mismo tiempo, guardabas distancia con los aficionados a sonidos antagónicos. Pisar algunas zonas de la ciudad al caer la noche podía convertirse en una experiencia nefasta. Todo resultaba más simple y opaco, tanto que los intercambios de agresividad entre grupos rivales estaban a la orden del día con resultados que bailaban entre el más burdo duelo dialéctico y los mucho más infrecuentes navajazos. Al margen de las modas y los estilos predominantes de cada tiempo, el ser humano siempre ha demostrado su habilidad para escabecharse entre sí tras separarse en grupos más o menos definidos. Y como muestra queda para el recuerdo ese episodio que se ha dado a llamar “La batalla de Brighton”.
Antecedentes: la eclosión mod
Es 1964 e Inglaterra experimenta los primeros años de una auténtica erupción cultural apadrinada en el plano musical por un conjunto de bandas cuyo nombre comienza generalmente por el mismo artículo: The Beatles, The Kinks, The Rolling Stones, The Who, The Zombies o The Yardbirds. Esta renovación de la escena vino convenientemente acompañada por la eclosión de formas de pensamiento que, poco a poco, calaron entre las mentalidades más jóvenes e inconformistas del país. Y así, de entre todas las posibles combinaciones de elementos que dan lugar a las nuevas identidades de cada tiempo, brilló con mayor intensidad aquella que perseguía los recodos más hedonistas del individuo. Hablamos de los mods.
Lo de mod venía por lo moderno de su propuesta. Por su afinidad a corrientes como la nouvelle vague francesa y por adoptar gustos musicales que partían del modern jazz de los años cincuenta y otros estilos como el soul, el rhythm & blues, los ritmos jamaicanos o ese nuevo beat británico de los grupos nacidos a comienzos de los sesenta. Por lo demás, el término logró fagocitar a la gran mayoría de propuestas contraculturales de la época, aunque siempre bajo el amparo de unos estándares estéticos y filosóficos bien delimitados.
Estilísticamente, estos jóvenes se dejaron inspirar por lo más cosmopolita del momento; por la moda y los dandis que lucían palmito por las calles de Londres. El traje italiano y los ademanes elegantes debían ir siempre por delante de cualquiera que quisiera ser reconocido como un mod a tener en cuenta. Junto a ello aparecieron las motocicletas tipo scooter (preferentemente de marcas como Vespa o Lambretta) y las largas parkas que protegían sus trajes de la lluvia u otras inclemencias.
En el plano mental, la nueva tribu social se mostró profundamente sibarita y con tendencia a buscar el placer más individualista. La noche se convirtió poco a poco en el entorno natural de estos jóvenes que abarrotaban casi a diario los locales más bohemios de áreas como el Soho. Como complemento, cabe mencionar que también fueron pioneros en el uso y el abuso de anfetaminas y ácido con fines recreativos. La imagen proyectada, en resumen, debía ser siempre elitista y exitosa, aunque el estrato social de gran parte de estos mods fuese más bien humilde y de descendencia proletaria.
Todo esto, tanto la apariencia de figurines como ese vanidoso afán de notoriedad, era precisamente lo que sacaba de sus casillas a otra tribu social que llevaba años chasqueando los dedos por las calles de la ciudad: los rockers.
Los comienzos de una rivalidad
El Marlon Brando de Salvaje, la pose de James Dean y todo un crisol musical pilotado por Elvis Presley, Chuck Berry, Gene Vincent, Bill Halley o Eddie Cochram eran algunos puntos en común para los integrantes de este segundo equipo del partido. Un rocker de calidad, además, debía vestir chupa de cuero, lucir tupé y patillas ostensibles y sentir cierta simpatía hacia las motos de gran cilindrada fabricadas por marcas británicas como Triumph, BSA o Norton. Los roqueros británicos adaptaron a la realidad de su país las maneras de sus homólogos estadounidenses y, más allá de preceptos estéticos, habían proliferado en ambientes proletarios de la periferia, más humildes que los ecosistemas adoptados por muchos de los mods.
En realidad, el escalafón social de ambas tribus urbanas era similar, pero su manera de afrontar la realidad se ubicaba a kilómetros de distancia. Así, los mods se presentaban ante los ojos de los rockers como unos pijos hedonistas de postín que, además, conducían motillos ridículas.
En medio de un entorno de cierta recuperación económica y eclosión cultural, la sociedad inglesa asistía al auge de nuevos valores juveniles. Mientras tanto, mods y rockers eran ya abiertamente antagonistas. Pese a que las broncas entre ellos resultaban constantes, muy pocas veces podían ser consideradas como de auténtica gravedad ya que, por lo general, estas no pasaban de golpes y enfrentamientos con más ruido que fondo. Esta realidad no resultaba fácil de asimilar por todos los estratos sociales y, en medio de todo, la siempre virtuosa prensa británica tuvo a bien alimentar progresivamente el escenario de rivalidad hasta lograr que todo estuviese cargado de un mayor dramatismo a ojos del espectador pasivo. Tanto rockers como mods comenzaron a ser vistos con preocupación entre determinados sectores de la población que no tardaron en desempolvar las recurrentes banderas de la juventud descarriada y el nulo respeto a los valores tradicionales. La bola crecía a ojos vistas agravando la sensación de inseguridad mientras, tal vez ajenos a todo esto, los modernos y los roqueros continuaban partiéndose la cara con una frecuencia cada vez mayor.
Días de descanso al borde del mar
Es posible que cualquiera que haya frecuentado según qué costas del Mediterráneo pueda sorprenderse por la siguiente afirmación, pero Inglaterra tiene playas. Muchas de ellas están bañadas por aguas del canal de la Mancha y se encuentran a una distancia de no más de tres horas desde la capital del país. Esta proximidad convierte a localidades como Bournemouth, Hastings, Margate, Dover, Clacton o Brighton en destinos de recreo más o menos frecuentes para bandadas de jóvenes londinenses. En 1964 esto ya era así, por lo que las constantes reyertas entre tribus urbanas podían trasladarse a la costa con facilidad.
Cuando mods y rockers coincidían en estos enclaves costeros, la concordia siempre estaba en entredicho y dependía de gestos tan banales como fortuitos. Pero las mechas eran más bien cortas y antes de que la popular batalla de Brighton copase la atención mediática ya habían sucedido algunas escaramuzas previas. En marzo de 1964, por ejemplo, el litoral de Clacton vio cómo más de noventa jóvenes eran detenidos durante un fin de semana de altercados públicos protagonizados mayoritariamente por mods en estado de gracia destructiva. “Los salvajes invaden la playa”, titulaba el Daily Mirror. Los tranquilos pueblecitos pesqueros de la costa sur de Inglaterra fueron así un constante escenario de diversos enfrentamientos que reproducían, aunque con mejor clima, lo que ya era habitual durante los fines de semana en la capital.
Comienza la batalla de Brighton
El lunes 18 de mayo de 1964 fue festivo en Inglaterra y la red de carreteras que matrimoniaba Londres con la costa quedó copada desde el viernes por multitud de scooters y motocicletas. Estas serpenteaban entre sí y se abordaban ocasionalmente llevando sobre ellas a amantes de The Who o Gene Vincent, todos en espera de que sus agravios mutuos pasasen de meras bromas a algo más serio. La certeza de tres días festivos junto al mar era demasiado suculenta como para dejarla pasar por alto.
A día de hoy resulta complicado hallar una versión concluyente sobre cómo se desencadenó la batalla de Brighton. Si hacemos caso a determinadas declaraciones, un grupo de rockers que se encontraba tomando el sol plácidamente fue abordado por unos cuantos mods con ganas de gresca. Otras fuentes hablan de enfrentamientos abiertos en el paseo marítimo; de intercambios de insultos y amenazas que escalan hasta que alguien da un paso adelante y todo estalla. Lo cierto es que en cuestión de minutos la cosa se colapsa con varios miles de jóvenes intercambiando empujones, puñetazos, patadas y probablemente cabezazos. Por supuesto, hay alcohol y hay droga. Se habla con cierta imprecisión de navajas, piedras, puños americanos o cristales, además de todo el mobiliario público que pudo emplearse como proyectil o mandoble.
Pero existe material esclarecedor en forma de imágenes y vídeos que muestran a ciudadanos no combatientes huyendo de la playa mientras las tropas de ambos bandos se desplazan erráticas de aquí para allá, haciendo volar hamacas de playa y propinando golpes de vez en cuando. En realidad, la batalla de Brighton no parece más una batalla que un tumulto lentamente sofocado mediante las convenientes cargas policiales. Tras el suceso la ciudad quedó en estado de conmoción, con gran parte de su paseo marítimo patas arriba y cuantiosos daños materiales repartidos entre propiedades públicas y privadas. Sin embargo, llaman la atención los resultados del partido, pues los detenidos no fueron más que cincuenta y solo dos personas fueron contabilizadas como heridas. Ambos lesionados eran policías, por lo que el resultado puede ser considerado como de tablas, al menos en este sentido.
En realidad, la batalla de Brighton no fue más que una enorme trifulca magnificada hasta el dramatismo más sanguinario. Una vez más, los tabloides británicos se encargaron de convertir un llamativo suceso en un horrible episodio de violencia y caos que viajo de país en país mostrando al mundo las consecuencias de los actos juveniles más detestables. Durante el mismo fin de semana, la ciudad de Margate vivió acontecimientos similares que, sin embargo, no fueron tenidos en la misma consideración ya que la prensa focalizó mayoritariamente su atención sobre lo acontecido en Brighton. Lo que sí que es cierto es que las repercusiones de estos días terminaron por soldar las bases de una rivalidad entre tribus sociales que trascendió su escenario natural y se perpetuó durante las décadas siguientes.
La repercusión de la batalla de Brighton. El caso español
Como ejemplo, y como parte de este proceso de difusión, la tradicionalista prensa española de la época publicó una serie de crónicas que todavía pueden ser consultadas con facilidad en algunas hemerotecas virtuales. En su reportaje del 19 de mayo, ABC informaba de que “unos dos mil jóvenes menores de veinte años armaron un gran alboroto, peleando los unos contra los otros, en la localidad costera. Utilizaron en la reyerta botellas y piedras, así como sillas y otros objetos que lanzaron contra la policía”. El mismo periódico continuó dando cobertura durante meses a la problemática social derivada de los disturbios juveniles que tenían lugar a lo largo de diferentes localidades de la costa británica.
Otros medios de la época también gastaron tinta en explicar a la asustadiza sociedad española lo que había sido la batalla de Brighton. La Vanguardia redactaba que “mods y rockers han vuelto a las andadas en otras dos ciudades costeras: Margate y Brighton. Se calcula que han intervenido unos seis mil, con las consiguientes peleas entre ellos, el choque con la policía y los daños materiales. Sin embargo, a pesar de la gran mayoría de enormes titulares, la prensa esta mañana no podía citar ni un caso de que un mod o un rocker hubiese salido maltrecho, aunque dos policías resultaron ligeramente heridos o contusionados. El fenómeno estalló, y adquirió resonancia internacional, hace algo más de un mes en la ciudad costera de Clacton. Dos especies de jóvenes, los mods y los rockers, la invadieron, lucharon unos con otros, y con los policías y contra la ciudad y sus ciudadanos. A más de ser unos gamberros, la cuestión estriba en que mods y rockers no se pueden ver, mejor dicho, verse sí, pero esto les basta para entrar en faena”.
Además de por haber quedado plasmada en la película Quadrophenia, si la batalla de Brighton ha tenido cierta trascendencia histórica no ha sido precisamente por la gravedad del acontecimiento en sí. Por supuesto que fue desproporcionada, hubo violencia y todo estuvo amparado por comportamientos socialmente cuestionables que, no obstante, tampoco se encontraban muy distantes de la realidad de cualquier grupo de adolescentes en ebullición. Pero este episodio contribuyó, tal vez sin pretenderlo, a asentar varias verdades que se han perpetuado década tras década. La primera de ellas es que todo movimiento social emergente provocará posiciones de incomprensión y rechazo, ya sea entre sus coetáneos o entre aquellas generaciones que lo observan con temor o curiosidad desde la barrera. Además, la exagerada repercusión que tuvo este episodio fue un cristalino reflejo del poder de condicionamiento y distorsión que los medios de comunicación pueden ejercer sobre su público para favorecer determinadas lecturas, sociales en este caso, pero también políticas, económicas o de cualquier otra índole.
Me gusta mucho la película y la banda sonora fue una de los primeros discos que me grabé en cinta con catorce años y todavía no tenía tocadiscos. Saludos
La película es todo un clásico, desde luego. Y la banda sonora es de lo mejor de la época en su estilo. Hay que ver, la cantidad de cintas que podíamos tener grabadas (y sin que nadie hablase de piratería). Gracias por el comentario.